domingo, 30 de enero de 2011

De violencias, duelos y política en un Estado de excepción.


¿Qué puede ser considerado humanizable, vivible, inteligible?, ¿qué vidas merecen ser vividas?, ¿qué muertes merecen un duelo?, ¿qué cuerpos son violentados?

Este post se ha demorado, teniendo en cuenta la temporalidad de los eventos que lo inspiran, en parte por lo lento de mi reflexión y por la constante discusión del tema – en lo público y en lo privado, en muchos medios de comunicación y con mi familia y amigos–. Escribo sobre el asesinato de los estudiantes Mateo y Margarita en San Bernardo del Viento, Córdoba; asesinato por demás doloroso: son vidas que se pierden, familias que sufren, amigos que llevan duelo y también porque me genera una punzada en la boca del estómago al pensar que yo también soy estudiante, yo también voy a trabajos de campo y – como casi cualquier colombiano– he temido por la vida de mis seres queridos a causa de la guerra incesante.

Mi primer recuerdo relacionado con violencias data de 1997, cuando empecé a notar el nerviosismo de mi abuela cuando sus hermanos viajaban al interior de Sucre o de la Guajira –dónde alguna vez secuestraron a varios tíos, varias veces, al punto de que lo narran como anécdota–; el segundo recuerdo que tengo impreso en la memoria es de cuando mi madre –quien trabajó con Médicos Sin Fronteras– estuvo atrapada en Tibú, Norte de Santander porque algún grupo paramilitar o guerrillero había dinamitado el único puente de salida del pueblo. El último lo viví en carne propia: hace un par de años viajé a un Festival de Gaitas en Guacamayal, Magdalena con la UN; al llegar nos preguntaron de dónde veníamos y en muy poco tiempo todo el pueblo sabía que nosotros éramos “los estudiantes de la nacional”. El segundo día del festival un grupo de hombres con ropa camuflada hacía tiros al aire y preguntaba ante la pregunta de “¿qué estudias?” preferí contestar que soy bailarina y no socióloga.

En estos momentos creo que puedo afirmar, sin temor a un gran margen error, que nuestras vidas siempre han estado hiladas por este tipo hechos: contener la respiración junto al teléfono, esperar buenas noticias, rezar porque llegue algún tipo de apoyo, mantener las esperanzas al fin y al cabo. Me atrevo a decir que vivimos en un estado de excepción, tal como lo describe Giorgio Agamben: “ese momento del derecho en el que se suspende el derecho precisamente para garantizar su continuidad, e inclusive su existencia. O también la forma legal de lo que no puede tener forma legal, porque es incluido en la legalidad a través de su exclusión”, pensar a la Colombia en que vivimos de este modo tal vez nos ayude a comprender por qué el ciudadano promedio está excluido del cuerpo político. Los apátridas, los reportables, los no representados, en fin, todos aquellos sujetos dislocados, son víctimas de la falla de las intercepciones políticas y culturales. Aún cuando la política deba preocuparse por su doble función –tanto por la representación como por la producción de sujetos– la viabilidad de los sujetos –y sus cuerpos– es cuestionada.

¿Qué quiero decir con esto? Que vivimos en un estado casi “alegal”: cuando hacer trabajo de campo, cuando emprender una investigación, se vuelve un ejercicio político la representación de los sujetos es equívoca. Una declaración de derechos resulta insuficiente en el caso de aquellos sujetos que viven en un Estado de excepción; sin una dimensión política cualquier opinión y/o acción será nula. Las características impuestas a determinados sujetos por el estado de excepción –y el subsiguiente efecto en los cuerpos– remite a pensar la ‘humanidad’ como un concepto otorgable: se es humano, se pertenece a un Estado–Nación, se es sujeto en tanto esa característica permanezca. Pensar en los sujetos y los cuerpos como un problema en el estado de excepción, levantan muchas más preguntas en torno a la producción de lo que es la ‘esfera pública’, lo que podemos considerar como ‘humano’ y la producción de vidas políticas y cuerpos en el efímero y cambiante equilibrio del horizonte político actual.

“Se trata ciertamente de personas no consideradas como sujetos, de seres humanos no conceptualizados dentro del marco de una cultura política en la que la vida humana goza de derechos legales y está asegurada por leyes – seres humanos que por lo tanto no son humanos –.”Judith Butler, Vida Precaria.

sábado, 8 de enero de 2011

Si el trabajo dignifica al hombre... ¿Qué hace el voluntariado?

Hoy llegué a casa después de pasar mi primer sábado del 2011 en la Cruz Roja empacando mercados para los damnificados por el invierno. Admito que suena aburridísimo: ¡madrugar un sábado vacacional para ir a trabajar gratis! pero es en realidad una actividad muy gratificante y contaré mis razones y el porqué lo creo así.


Confieso que esta es mi primera vez como voluntaria, pero no mi primera vez en donar: llevo varios años donando a la CR y justo con la emergencia invernal me uní a la campaña: doné sangre, llevé ropa, recogí mercados -en Bogotá y Cartagena... Contribuí a mi modo. Luego pasé poco más de un mes de vacaciones con una rutina bastante inutilizadora: comer, ir a playa, comer, dormir, salir a rumbear y comer fueron mis actividades principales. Afortunadamente, no hay mal que dure cien años y tuve que volver a Bogotá, sólo un día después de llegar y aún re-acostumbrándome al frío y a la altura me invitaron a donar. "¿Otra vez?" fue lo primero que pensó mi ultra egoísta y friolenta persona cuando la llamada me despertó a las 9 de la madrugada. Más tarde, con la debida dosis de cafeína en la cabeza, lo medité: en realidad me pedían donar mi tiempo, mis manos, mis ganas de ayudar...  


La cita era a las 8.00 a. m. -empecé mal porque llegué a las 10.00, a tiempo para el refrigerio-, me registré y miré a mi alrededor, tratando de abarcar con la vista la tarea del día: clasificar, empacar y organizar en cajas de donativos tipo mercado familiar -eso sólo significa, para la CR, un mercado estilo "canasta básica" para una familia de cinco personas-. Imagine ud. por un momento un parqueadero, un gran parqueadero, lleno de alimentos donados -ya van más de 3000 toneladas donadas a la CR- a ser ordenados, separados, clasificados, (si llueve, pues toca secarlos) y empacados para ser almacenados y transportados a todos aquellos lugares afectados en dónde la CR está ayudando poblaciones en riesgo. ¿Alcanza ud. a imaginarse lo insignificante, incapaz y desubicado que uno se siente ante semejante tarea?


Lo maravilloso de esta historia es que los voluntarios son muchos, muchísimos. No sólo están en la tarea los voluntarios de la CR: afortunadamente están los Scouts -curioso verlos, me recordó mi época de usar la camisa azul y la pañoleta al cuello-, voluntarios independientes -como yo-, organizaciones que donan el tiempo de sus trabajadores, empleados administrativos de la CR que añaden horas a su jornada de trabajo para ayudar, madres que llevan a sus hijos  para que vean que es una "emergencia invernal" y todos los que se me escapan de este conteo. ¿Son muchos, no? Darse cuenta de cuantas manos se dan a la misma tarea hace parecer que el trabajo no es titánico ni imposible. Podemos ayudar, podemos hacer una diferencia, podemos mejorar la vida de quienes viven en la desesperación, la miseria y la invisibilización mediática. Darse cuenta de esto es encontrarle el sentido a mantener vivas las esperanzas. 


Hoy pasé mi día trabajando: sudé, manché mi ropa, me mojé con la lluvia, me rompí algunas uñas, me cansé levantando kilos y kilos de comida, trabajé con personas maravillosas y al final del día, agotada y somnolienta, sonreí. A medida que me alejaba caminando de la sede de la CR, no pude evitar formularme la pregunta que titula este texto ¿Qué me hizo un día de voluntariado? Me hizo dar todo de mí para ayudar a otros que no conozco, me hizo dar mi tiempo, mi esfuerzo, mi sudor -hasta mis uñas- para tener algo de esperanza, para lograr mantenerla y para llevarla a dónde se sigue necesitando, así sea dentro de una caja de donativo tipo mercado familiar. La experiencia no me hizo mejor persona, no me hizo más altruista -y definitivamente no me hizo más puntual- pero me hizo interesarme más; ahora tengo -o eso creo- una realidad más completa y (me) entiendo más.